Pensé que sería una especie de experimento curioso. Una semana, solo siete días. Dejar mi iPhone actual en el cajón, apagarlo por completo, y volver a encender un dispositivo que lleva casi una década guardado: el iPhone 5, presentado por Apple en septiembre de 2012.
En ese momento era lo más avanzado que podías meter en un bolsillo. Hoy, es más que un diminuto dispositivo que queda genial como decoración, es más una cápsula del tiempo con bordes planos, marco de aluminio y una trasera que me sigue pareciendo de lo más bonito que Apple ha hecho nunca.
El iPhone más bonito
La primera sensación fue el asombro por su tamaño. Es absurdamente pequeño. Lo enciendo y me siento como un gigante tocando un móvil de juguete. ¿Cómo podía ver series en esto? ¿Cómo escribía WhatsApps con este teclado microscópico (mis dedos se chocan)? Y, sin embargo, había algo reconfortante en volver a un dispositivo que parece diseñado para una sola mano. El pulgar lo recorre todo sin esfuerzo sin hacer malabares, ni de arrastrarse por un panel de casi siete pulgadas.
Pero claro, enseguida llegó el golpe de realidad: la batería. No es que durase poco. Es que duraba lo que una siesta. Literal. Lo cargaba por la mañana, lo dejaba encima de la mesa, sin usar, y por la tarde ya estaba pidiendo un cargador como quien pide auxilio. No quiero ni imaginar cómo habría sido usarlo con datos móviles y apps en segundo plano. No tiene ningún sentido. La batería era el primer recordatorio de que este experimento no era sostenible más allá del romanticismo.
A nivel físico, redescubrí placeres olvidados. El botón de inicio mecánico, que hace “click” de verdad. El conector Lightning, que en su día fue una revolución tras el tosco conector de 30 pines. Pero sobre todo, los botones de volumen. No sé quién decidió eliminar los signos + y –, pero los echo de menos. Le daban carácter al dispositivo. Los actuales botones anónimos son más limpios y eso les quita todo rasgo de personalidad.
La estética trasera del iPhone 5 merece un párrafo aparte. Esa combinación de cristal y aluminio, con franjas en la parte superior e inferior, es puro diseño industrial. Hoy parece más una obra de diseño que un teléfono funcional. Lo miras y entiendes por qué Jony Ive era venerado. Es como mirar un iPod clásico, ya no necesitas usarlo, pero sabes que tiene alma.
¿El más pequeño?
Durante la semana, usé el iPhone 5 como móvil principal (acompañado de mi 13 Pro Max). Llamadas, algún mensaje, navegación básica. Ni apps de bancos, ni redes sociales exigentes. Ni siquiera abrí Instagram. En parte porque no quería, en parte porque ni siquiera se actualizan ya en esa versión del sistema. Lo que para muchos sería una limitación, yo lo viví casi como una limpieza digital.
Pero no todo era bueno. Las fotos, por ejemplo, eran un salto atrás difícil de justificar. Abro la cámara y el mundo parece tener 5 megapíxeles de resolución. Borrosas, lentas, con un rango dinámico pobre. ¿Cómo podíamos retratar nuestras vidas con esto? También noté mucho la falta de fluidez. El sistema va, sí, pero todo con la sensación de que te acompaña con esfuerzo, como si le costara levantarse cada mañana. Por otra parte, es normal.
Cuando volví a mi iPhone actual, todo parecía gigantesco. Las pantallas, las notificaciones y las posibilidades. Pero también eché de menos el silencio del iPhone 5. Su tamaño de bolsillo real y su diseño. Su batería, no, eso nunca.